Los relojes suponen que la duración es precisa. Los suizos
basan buena parte de su identidad en esta mentira. El mundo
nos impone horarios establecidos; cada encuentro se agenda
anotando, puntualmente, una cifra en el calendario; para
realizar un proyecto (se nos ha dicho) debemos diseñar rigurosos
cronogramas; toda programación supone intervalos
medibles. Sabemos lo que haremos de un momento a otro,
revisando cuánto ha avanzado el reloj o a qué momento del
día hemos arribado. Ninguno de estos hábitos, sin embargo,
refieren a la verdadera duración de las cosas. Cada experiencia
es un universo singular con sus propias dimensiones
temporales, con su propia vitalidad destructiva o creadora.
Un baile o una mirada, por ejemplo, pueden durar no una
eternidad, pero sí mucho más de los seis minutos o los tres
segundos que el cronómetro les concedió de vida. Ciertas
experiencias nos disocian del mundo y de sus tiempos perfectos;
es en esas treguas interiores en donde la realidad se presiente
y sucede. La herida producida en la honda profundidad de
un solo instante puede perpetuarse de manera indefinida.
¿Quién puede saber, en verdad, cuánto duró aquella conversación
que nos cambió la vida, que nos lanzó hacia el planeta
de los misántropos –dejándonos sin conexión con el universo
tranquilizador que hasta ese momento habitábamos? El tiempo
también muere y a veces renace. El placer redimensiona la
eternidad de cada santiamén. El lapso de los días depende del
miedo cotidiano.
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