Estaba con Chester en la caseta de vigilancia. Chester es
alcohólico y tiene 40 años más que yo. El viejo siempre saca
buenas historias y uno puede ir a fumarse un porro con toda
confianza (se supone que vigila que nadie vaya y se robe un
auto, pero a quien cuida es a nosotros). Desde tempra le pega
al pisto. Para entrar en calor. Me dijo que en su juventud fue
luchador, bien duro, de ésos de barrio. Hasta tuvo su buena
racha. Alzando un cinturón de campeón, con esos ojos
azules de brillo rabioso, traía muertas a todas las morras del
vecindario. Ahora se junta con putas añejas o con mujeres
piedrosas, pero igual tiene compañía femenina y así va
pasando la vida, entre copa y copa. Chester se había bebido el
resto de su charro negro. Eran casi las dos, hora de la salida.
Comenzó a redactar el informe: once de diciembre de dos mil
siete… catorce horas… SIN NOVEDAD.
En ese momento el tiempo se desfasó vagamente. Todo
sucedió muy rápido. Escuchamos un golpe en la ventana y
vimos caer un bultito. Una pandilla de zanates que perseguía
a un gorrión había girado bruscamente en el aire. El gorrión,
más concentrado en escapar de sus victimarios que en otra
cosa, se había estrellado contra el vidrio de la caseta y ahora
permanecía inmóvil en un escalón despostillado. Chester lo
recogió. Era una cría. Sus párpados estaban cerrados. Sus
párpados parecían difusamente humedecidos, como el rastro
que queda de un halo sobre un cristal ahumado. Chester
comenzó a soplarle en la nuca, a frotarle el pecho. No
respondía. Abrió su pico y se lo puso en la boca para darle
aire. Tampoco. El golpe lo había dejado extraviado. Con frialdad
quirúrgica fue girándolo de cabeza hasta que el gorrión,
por instinto, aleteó un poco. Sus ojos seguían cerrados, pero
ya abría el pico. Luego lo paró sobre uno de sus dedos y por sí
solo se mantuvo erguido. Chester me dijo que si no se paraba,
se moría. Tomó la botella de tequila y se echó unas gotas en
la palma de la mano. Le mojó la nuca y la cloaca y otra vez le
dio respiración con la boca. El gorrión entreabrió los ojos a la
mitad y supe que ese horizonte representaba el paso ambiguo
entre la vida y la muerte. Parecía no decidirse.
Chester extendió sus alas y surgió un hermoso abanico
multicolor, desde el amarillo limón hasta el gris pardo. No
te mueras, cabrón, le decía el viejo. Tomó un buche de agua
simple y le dio de beber en el pico. El gorrión agitó las alas,
pero esta vez con más vigor. Al fin consiguió abrir los ojos
por completo. En medio de dos océanos castaños, sus pupilas
brillaban dilatadas y expectantes, como si la visión de la
realidad fuera algo insoportablemente nuevo. Su pico seguía
entreabierto, pidiendo oxígeno, o tal vez un poco de sosiego.
Chester puso de pie al gorrión, sujetando sus patas entre el
índice y el pulgar. Así se carga un ave, para no lastimarla, me
dijo. Salimos de la caseta. Los zanates se habían posado en un
árbol lejano. Para ellos, nosotros somos el peligro.
Chester acarició la cabeza del gorrión y le sopló de nuevo.
Le dio unos tirones del pico, como hacen con los gallos de
pelea que agonizan. El instinto de las aves siempre supervisa
sus partes más vulnerables, las obliga a reaccionar cuando
están prensadas. Repitió la maniobra hasta que el pico quedó
totalmente sellado. Con ese movimiento el gorrión parecía
afirmar la vida como nunca nadie lo ha hecho. Aunque
Chester se había mostrado circunspecto todo el tiempo, por
primera vez lo noté verdaderamente relajado. Me miró y se
sonrió. Evidentemente, Chester ya había reanimado a varios
animales desahuciados. Creo que a un perro que se había comido
unas tortillas envenenadas. ¡Los cabrones le vaciaron
veneno en la comida!, me dijo. Y yo pensé, qué cabrones.
Mientras tanto, la pequeña ave contemplaba el estacionamiento
posada sobre la mano de aquel viejo borracho que le
había regalado un suspiro.
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